viernes, 30 de noviembre de 2012

Historias de colección: Temblando de emoción.


Cuando mi madre, en aquella pequeña casa tarmeña donde vivíamos, me informó que me llevaría a conocer Lima, "la gran capital",  la emoción que se apoderó de mí fue tan grande que padecí de insomnio durante todas las noches previas al viaje.

Saboreaba ya una visita memorable, y me ilusionaba la idea de conocer la famosa Casa Oechsle, donde mis tíos pregonaban haber visto cerros de juguetes. Maquinaba ya qué acciones tomar para traerme como trofeo al menos un carrito.

Llegamos a las seis de la noche a casa de la tía Ana, que vivía en un departamento de la avenida Colmena. Mientras mi madre dormía extenuada por el viaje, yo la pasé contemplando por la ventana las luces de un lujoso hotel cercano.

Al día siguiente mi madre se levantó temprano, bebió una infusión de hierbaluisa, revisó unos documentos que luego metió en su bolso y me cogió del brazo. La memorable aventura comenzaba.

Pasé horas de intenso aburrimiento haciendo una interminable cola en alguna oficina donde mi madre discutió con alguien, pero luego finalmente iniciamos nuestro tour. Recorrimos la Plaza de Armas, donde, según dijo mi madre, acababan de construir el nuevo Palacio de Gobierno. Entramos a la enorme tienda Oechsle, donde me esperaban los cerros de juguete que mis tíos, cual cronistas de El Dorado, habían descrito. Puse entonces en acto mi plan: armé un berrinche tan ruidoso que mi madre, para calmarme y no pasar vergüenza frente a las otras señoras, vio como única solución poner en mis manos un autito Tootsie Toys, pesadísimo, verde, americano y con enormes ruedas de caucho blanco. Mientras yo, en un abrupto cambio de humor, me regocijaba de felicidad - sería el primero de mis amigos en tener un carrito de fierro - ella se consolaba por la suma gastada diciendo: "para una vez que te traigo, mejor que te lleves un buen recuerdo."

Cruzamos el Jirón de la Unión en dirección a la Plaza San Martín. Eran ya las once y veinte de la mañana y mi madre me apresuraba para llegar a almorzar a casa de la tía Ana, pero yo, terco y berrinchoso otra vez, le anuncié que me quedaría a contemplar los autos que venían a estacionarse frente al gran hotel de la plaza.

Cogía en ese instante mi Toosie para compararlo con un auto que acababa de estacionarse, cuando las entrañas de la tierra comenzaron a rugir tan feo que me hicieron soltarlo para coger el brazo de mi madre. El suelo de pronto parecía líquido; los faroles de la plaza comenzaron a moverse de un lado a otro, los vidrios de los edificios estallaron y vi a elevarse espesas columnas de humo y polvo por todos lados. Al no poder mantener el equilibrio por el sinuoso movimiento, pero también porque las piernas se le doblaban de miedo, mi madre cayó de rodillas. Allí pude ver su rostro horrorizado y palidísimo que me miraba sin emitir sonido. Esa imagen me transmitió más miedo que el mismo terremoto y comencé a llorar.

El Tootsie se encontraba bien protegido: yo, que ya había caído de rodillas también, le serví de techo. Lo veía desplazarse hacia atrás y hacia adelante durante esos interminables minutos, y recuerdo que gracias a ese detalle, por un momento, todo me pareció menos dramático.

Cuando todo terminó y recuperamos la fuerza moral para ponernos de pié, mi madre, con la fuerza de un caballo, me jaló del brazo violentamente y quiso comenzar a correr. Digo "quiso comenzar" porque su primer paso fue obstaculizado por mi Tootsie que la hizo tropezar. Asì, el Tootsie que no había sido destruido por el cataclismo de 1940, lo destruyó el pié de mi madre, que, curiosamente, había sufrido tanto para comprármelo.








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